miércoles, 13 de septiembre de 2017

Investigadores del primer cuartil (II): Howie, el escocés invisible



“Veo la medicina general como una declaración de ubicación y a los médicos generales como la descripción de los que trabajan en esa localización.El generalismo es inherentemente diferente del especialismo  por su amplitud, habiendo desarrollado su propio conjunto de habilidades clínicas, reflejo de su casuística radicalmente distinta. Creo que es mejor describir a la medicina general como una disciplina clínica independiente, más que como una especialidad”
John Howie. 2014

John Howie decidió estudiar medicina cuando le quitaron el apéndice durante su último curso de bachillerato. No sólo no le debió gustar nada la experiencia, sino que una vez acabada la carrera e iniciada su especialización en Anatomía Patológica decidió estudiar por su cuenta qué había de cierto en la aparente relación entre dolor abdominal, apendicitis y apendicectomías, un clásico en aquellos años 60. Y sólo por ese pálpito, y sin ayuda de casi nadie, acabó por elaborar una clasificación histológica de las apendicectomías, descubrió la utilidad de la tinción de hierro de las muestras como técnica diagnóstica, evaluó la morbilidad ( a corto y a largo plazo) de quitar o no el apéndice en los dolores abdominales, y hasta analizó la mortalidad global de la apendicitis y la apendicetomía en un periodo de 10 años en toda Escocia. Y confirmó su primer gran hallazgo: los factores no clínicos influyen mucho en el proceso de toma de decisión clínica: averiguando que el pronóstico era peor en los hombres y en los viejos, y que los médicos extraían con mucha más alegría los apéndices de los hijos de sus colegas. Tres publicaciones en Lancet, dos British y un Cancer. Solo habían pasado seis años desde que acabó la carrera.
Tras 4 años como patólogo decidió cambiar de acera y dedicarse a la medicina general. Como el escribe, allí aprendió a dejar de ver en blanco y negro y apreciar la rica paleta de colores en que consiste la vida. A los dos meses ya sabía lo que podía esperar de ese tipo de trabajo: no llevaba un mes y el jefe del servicio del hospital universitario se negó a ingresar a uno de sus pacientes, un viejecito que tenía el retrete fuera de la casa; no convencido de ello se acercó al hospital para comprobar que las camas del mismo estaban vacías en su mayor parte, prometiéndose pelear para que cambiara esa disposición de los señores sabios hospitalarios hacia la medicina general.
Comenzando el invierno de 1966 y en plena epidemia de infecciones respiratorias decidió responderse personalmente a la pregunta sobre si debería ( o no) prescribir antibióticos: montó un ingenioso ensayo clínico en que llegó a la conclusión de que no…. ( en otro Lancet y un Family Practice).  Y dedicó los siguientes 30 años a intentar explicar por qué aquel estudio tuvo tan poco impacto, demostrando también que en la decisión de mandar antibióticos influye una vez más las circunstancias ambientales, de los pacientes.
Su siguiente estudio, propio de un genio, fue el demostrar que los médicos prescriben primero y justifican la decisión después ajustando el diagnóstico al tratamiento que han prescrito.
En ese momento, con ya 20 años de ejercicio y en plenitud mental, decidió dedicar su atención a escudriñar cuales son los determinantes de una buena consulta de medicina general, “temilla” al que dedicó más de 25 años. Su espléndido curriculum le había granjeado ya el respeto de la profesión y un selecto grupo de compañeros de pesquisa. Empezó a utilizar la duración de la consulta médica como un “proxy” de la calidad de la atención. Y en plena resaca de los gobiernos conservadores de Thatcher aportó dos “pequeños hallazgos”, de esos que considerarán superfluos y poco vistosos las consejeras, ministros, y directores generales de investigación que sacan de la jaula a los científicos cuando conviene para hacerse la foto con ellos.
Howie investigó sobre los efectos de los sistemas de incentivos, cuando la implantación de los médicos generales gestores de presupuesto ( GP Fundholding) prendió la mecha de la incentivación en medio mundo: era cierto que mejoraba los resultados de las condiciones incentivadas, pero a costa de reducir otras intervenciones, igual o más necesarias, pero no incentivadas, y especialmente presentes en pacientes con multimorbilidad o condiciones sociales desfavorables. Lo publicó entre 1993 y 1995, justo cuando empezaban a implantarse esos sistemas en España. ¿Creen que algún político español los leyó?
Howie también planteó  en aquel tiempo la diferencia entre habilitación y satisfacción, iniciando una fascinante línea de investigación sobre la calidad de la atención en las humildes consultas de medicina general, sobre la mejor forma de medir la empatía, sobre la importancia de habilitar a los pacientes para que tomen sus propias decisiones, sobre la relevancia que para ello tiene atenderles a lo largo de los años…
Su amplísima experiencia como clínico, profesor e investigador de primer nivel le lleva a ser muy escéptico respecto a la idea dominante de que los modelos centrados en enfermedades puedan ser compatibles con las necesidades reales de los pacientes, para los cuales los protocolos nunca podrán abarcar toda su diversidad y complejidad.
Probablemente pocos médicos de familia sepan hoy quien es John Howie; aún menos residentes de la especialidad, volcada como está a aprender de los colegas hospitalarios y de sus “tecnológicos avances” centrados en pruebas y fármacos. Por supuesto ningún político sanitario, de arriba o abajo, de la derecha o la izquierda tendrá interés alguno en leer sobre lo que hizo, descubrió y enseñó.
Pero esta preciosa reflexión que publicó en Family Practice debería ser leída no solo por cualquier interesado en la medicina general, sino por cualquier persona interesada en saber lo que es cuidar de las personas.

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